Los pueblos ibéricos han caminado juntos desde siempre, con una historia a veces en común, a veces en paralelo.
Desde la romana Hispania, pasando por el reino visigodo o la presencia árabe, la unidad fue una constante. Con la Reconquista esta unidad se fragmenta, y cada pueblo discurre autónomamente; a pesar de ello, la visión de la unidad ibérica siempre estuvo presente, y prueba de ello es la política de alianzas matrimoniales. Con Felipe de Habsburgo esta unidad se materializa, reuniendo bajo una misma corona las Españas y Portugal. Pero en 1640, por diferentes motivos, se vuelven a separar sus destinos.
Y llegamos al siglo XIX, cuando surge el Iberismo como tal; un movimiento que buscaba emular los éxitos de la Unificación alemana o el Risorgimento italiano. Desde las Cortes de Cádiz (las cortes constituyentes españolas durante la invasión napoleónica), se intentó una alianza liberal con Portugal, uniendo fuerzas para luchar contra el absolutismo y el Antiguo Régimen. Y en la segunda mitad del siglo, este iberismo adquiere un carácter progresista, federal y republicano.
En este nuevo escenario es donde más sentido tiene completar este sueño llamado Iberia. Crear un proyecto fuerte dentro de Europa, capaz de jugar un papel en la comunidad internacional, plenamente democrático y federal, que resuelva por fin las dinámicas centrípetas y centrífugas, donde se respeten nuestras lenguas, culturas, historia e identidades; en definitiva, donde todos estemos a gusto.
«No serán las voluntades de los hombres sino las leyes de la Historia las que alterarán la actual estructura de la Península Ibérica. La mejor forma de producirse esa evolución será dentro de una Europa unida».
Agustí Calvet, Gaziel. (1887-1964)
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